La duda de toda la vida

por José María Rosso López

Es habitual que se me venga a la cabeza de manera reiterada el mismo tema sobre el que tantas veces discutimos, y hasta pontificamos, pero es que se trata de una cuestión recurrente sobre la que se viene escribiendo desde la época de nuestros tatarabuelos (por lo menos).

El asunto es: ¿restaurante moderno o clásico?

Entiéndaseme que no hablo de comida moderna, sino de restaurante (Ya se le llame así o con otros nombres a lo largo de los tiempos y desde las humildes tabernas o casas de comidas, que, aun hoy, siguen persistiendo).

No se trata de la cuestión que en la actualidad domina la escena, si los platos conceptuales o los tradicionales, si la cocina de vanguardia o la popular. De lo que pretendo hablar es de si merece más la pena acudir a un restaurante que busque o haga "cosas nuevas" o de uno que te ponga por delante "lo de siempre", en cada caso, por supuesto, mejor o peor elaborado.

Y tampoco es que el precio tenga mucho que ver, porque dependiendo de los productos y del tipo de elaboración, tanto uno como otro tipo de restaurante pueden hacerte salir del local con un ojo menos en la cara, aunque es cierto que, amparándose en la "novedad" o "novelería", los que se arrogan tendencias más actuales suelen arrogarse también mayores índices de atracos a plato armado.

Lo que llamo "restaurante moderno" lo caracterizo por muchas circunstancias, entre las que incluyo locales muy actuales, personal formado normalmente en las escuelas de hostelería, mobiliario, vajillas, cuberterías y cristalerías último modelo, trato distendido, casi amistoso, utilización de las más modernas tecnologías y, sí, comidas hechas siguiendo las últimas tendencias y con presentaciones más o menos singulares.

Por el contrario, los restaurantes clásicos son para mí aquellos que se instalan en locales eternos faltos de renovación (¡ojo! no viejos ni sucios, eso es otro tema que puede afectar a cualquier local), personal criado al calor de la permanencia en el establecimiento pero, normalmente, sin estudios especializados en hostelería, con mantelerías, vajillas, etc, de los tiempos de Maria Castaña, trato serio aunque profesional, técnicas de cocina muy tradicionales y platos de siempre con emplatados más o menos simples

Cada una de las características que digo, es cierto que pueden darse en los dos tipos de restaurantes (modernos y clásicos), pero lo que quiero hacer ver al sufrido (nunca mejor dicho si ha llegado hasta aquí) lector es a qué tipo de establecimiento me refiero en conjunto, sin atender a la calidad en sí de la comida que se sirva, que en uno u otro puede ser mejor o peor, ni del trato, que siendo profesional puede ser magnífico y siendo amigable puede ser pesado, etc. Todo se puede hacer bien o mal, pero con distintos conceptos.

Hemos heredado de nuestros padres (alguno renunció a la herencia) la manida frase de "tiempos pasados fueron mejores", pero ni es cierto de pleno ni es falso de toda falsedad, como se dice ahora.

La modernidad no es mala "per se". De hecho, no sólo es necesaria, sino que es imprescindible porque el mundo entero avanza, y con él, obviamente, la cocina, en todos sus ámbitos. Es una obviedad, pero hay talibanes que deberían mirarse el ombligo de vez en cuando (Yo también intento hacerlo, aunque hay temporadas en que me cuesta más otearlo).

Y despreciar lo antiguo por el hecho de serlo también lo considero una insensatez (como mucha gente), ya que nada nuevo hay sin algo viejo de lo que partir.

Pues bien, dicho todo esto, que no sé si realmente ha servido para dar una imagen adecuada de lo que quería decir (Casi seguro que no), relataré lo que, con carácter general, siento al entrar en cada uno de esos restaurantes.

Cuando entro en un restaurante clásico me fijo en la decoración intemporal del mismo, en su ostentosidad o simpleza, en la conservación y limpieza de las instalaciones, y, sin duda, vuelvo a mi infancia, se me reproducen en mi interior las mismas impresiones de hace cuarenta o más años, y no sólo en sabores, sino en comportamientos y situaciones. Siento que voy a comer casi como en casa porque se mantiene, habitualmente, la misma disposición y decorado (término que no sólo abarca la decoración en sí) que viví desde pequeño. Y cuando la comida hace acto de presencia, noto los sabores que siempre noté (Con las variaciones normales del tiempo y del cocinero), me centro en la comida porque no hay elementos que me distraigan. Sé qué cubiertos usar y cómo hacerlo, donde está la cesta del pan y la jarra de agua o la botella de vino, voy a tomar entrante, primer y segundo plato y luego el postre y el café (Ya no hay puro, pero sí copa, salvo que salgas de tu ciudad y seas respetuoso con las normas y con los demás e, incluso, contigo mismo). Y cuando terminas puedes, básicamente, olvidarte del sitio o recordar para siempre uno de los platos que te pusieron delante.

Cuando entro en un restaurante moderno comienzo por asombrarme o deleznar esa decoración moderna que le han dado, me fijo en la limpieza de las instalaciones, intento descubrir esos elementos, extraños o menos extraños, que forman parte del mobiliario y pienso qué segunda intención subyace en los mismos (si, en realidad, existe esa segunda intención o se trata simplemente de que al decorador le gustaba ponerlos ahí), me predispongo a recibir sensaciones nuevas, a probar productos originales o, cuanto menos, chocantes, visualizar platos decorados (ya sea por el mismo plato o por los productos dispuestos sobre el mismo), comprobar combinaciones de sabores que te pueden dejar sorprendido o desalentado (incluso indiferente). Son tantas las cosas que pueden llamar tu atención que, si al final convergen en el plato, le encuentras sentido a todo, aunque no tenga sentido lo que te comes. Estás preso de lo que vendrá después y muchas veces no sabes ni para qué sirve ese aparato que tienes al lado hasta que el obsequioso camarero viene y te lo explicas (Y muchas veces terminas comiéndote lo que hay en el plato con los dedos, aunque miras de reojo si alguien te observa y descubres que hay otro dos mesas más allá mirándote también de reojo con la misma intención. Risas cómplices y servilletas manchadas). La botella muchas veces no está donde debiera, otras veces cada plato te lo maridan con un vino distinto sin poder comprobar de qué botella se trata y hasta hay ocasiones en que el postre te lo has comido antes de lo que podría entenderse que era el primer plato, aunque el plato en muchas ocasiones debes compartirlo con los demás. Y cuando terminas puedes, básicamente, olvidarte del sitio o recordar para siempre uno de los platos que te pusieron delante.

¿Hay alguna diferencia?

En el resultado final no hay muchas. En el desarrollo puede haber bastantes, pero todo al final es lo mismo: si me gustó o no lo que comí, y hasta puede que considere suficientemente aceptable si lo que me ocurrió durante la comida bastaba para la visita realizada.

¿Es mejor uno que otro?

Al final depende de la comida. La tradicional queja de que estaba bueno pero después me tuve que comer una hamburguesa puede contraponerse a la otra queja de que me pusieron un platazo lleno hasta los bordes pero tuve unas ardentías toda la noche que para qué.

Nada es totalmente negro ni totalmente blanco, como se encarga un amigo de repetirme constantemente, por lo que habrá que decidir hacia qué color se tira más el gris, y si resulta que es clarito, pues miel sobre hojuelas, y si resulta que es plomizo, pues ajo y agua, como es tradicional (aunque siempre queda la posibilidad de la hoja de reclamaciones si el gris ya es marengo).

En definitiva, el comer y su parafernalia depende de nuestra disposición de ánimo (como casi todo), y todo tiene su lado bueno y su lado malo. Todo se complementa. Hay que disfrutar de lo antiguo y de lo moderno y quien cultiva cada una de esas condiciones debe procurar que lo que hace esté bien hecho. Simplemente. Porque si no lo hacen bien, volveremos a la vieja discusión con la que comencé el artículo. Pero eso tampoco es malo, porque me permite a mí perder el tiempo juntando estas letras y al lector leyéndolas hasta el final, que tiene narices que lo haya conseguido.