Mi experiencia en Atrio

por José María Rosso

Se trata de un local, en el mismo centro del casco histórico de Cáceres, que ocupa una antigua casa (Que antiguamente fue alojamiento de criados y almacén de ganado), y cuyo diseño arquitectónico, así como decoración de estilo nórdico y minimalista, le ha servido a sus diseñadores para obtener el premio FAD de arquitectura 2.011. Pero como lo que verdaderamente nos ocupa y preocupa es lo que allí se cuece (Nunca mejor dicho), pasemos a lo que se come en tal lugar, y ello sin olvidar que una buena comida, si se hace en buen entorno, hasta sabe mejor.

La vajilla, cubertería y cristalería son de corte actual sin trazos de interés. Nada que desvíe la atención de los platos. Quizás una cubertería poco vistosa, pero eso no significa necesariamente que no cumpla perfectamente su misión.

La oferta culinaria se reduce a dos menús, circunstancia que facilita el servicio, aunque echamos de menos las antiguas cartas en las que se podían pedir platos completos. Entre el "menú de siempre", compuesto por platos clásicos de la casa inspirados en productos de la tierra y el "menú degustación de 2015", más "internacional", elegimos el segundo, ya que la diferencia en cuanto a la utilización de productos autóctonos no parecía demasiada.

El servicio fue excelente y el personal no se limitó a poner y cantar los platos, sino que accedía a la conversación e, incluso, a bromear, dando un aire más mundano a lo que en otros locales de "alcurnia" realizan con una seria profesionalidad mal entendida. Quizás es que nuestra condición sureña nos empuja más a un tipo de trato más cercano, ya que también hay personas a las que les constriñe una atención excesiva. El copropietario del restaurante, José Antonio Polo, alma mater de la bodega, brujuleaba entre las mesas, atendiendo diversos aspectos del servicio y comentando con la clientela, aumentando así el trato cordial que se desplegaba por toda la sala.

Como aperitivo tomamos una cerveza y un fino Tradición, bien fríos, acompañados de unos macarrones de remolacha con espuma de apionabo y caviar perfectamente elaborados.

Y, tras ello, empezó el desfile.

Un ravioli de zanahoria relleno de ortiguilla, con una infusión de zanahoria e hinojo, fue lo primero. Refrescante por su acidez.

En segundo lugar guisantes falsos, cochinillo crujiente y crema de guisantes, en la que la estrella es el guisante, tanto real como falso. Una crema de guisantes cubre un leve crujiente de cochinillo, que se acompaña de una tierra de guisantes, así como de unos falsos guisantes de wasabi. Delicioso.

A continuación un Bloody Mary, con helado de cebolletas. Sobre una sopa de tomate lleva unos berberechos recién abiertos con aritos de cebolleta y un sorbete de cebolleta muy suave. Otro plato refrescante gracias al suave picor del mismo.

Seguimos con el marisco, y llegan las ostras. En este caso una Gillardeau, del tipo hueca especial. La primera con una infusión de melisa y un puré de apionabo y mostaza. Ensamblaje perfecto pero algo escaso, quizás para no despistar de la verdadera reina del plato.

Y la segunda ostra llega empanada, acompañada de frutos rojos, cayena, papel infusionado de frutos rojos y kimchi, ese antecedente coreano del chucrut centroeuropeo al que tantas propiedades se le asocian. De nuevo hace su aparición un punto picante en la única fritura que se permite Toño en el menú. Quizás el plato menos conseguido, a nuestro entender, por el riesgo adoptado con la combinación, ya que, aunque se convierte en uno de los platos más cromáticos de la cena, la ostra se pierde en el conjunto.

Más marisco, consistente en cigala verde con pan de algas y tierra de aceite. Se trata de una cigala acompañada de una especie de keropok (El pan de gambas asiático, aunque en este caso es de algas), pak choi, esa verdura, también asiática, que se está imponiendo de un tiempo a esta parte en la restauración, y un cremoso de kiwi con tierra de aceite de oliva. Sube el nivel gustativo, no sólo por la calidad del marisco, sino por el séquito del mismo, que no le resta protagonismo.

Terminamos esta fase con el Carabinero, maíz y meloso de cerdo ibérico. En tres "vuelcos". Por un lado el cuerpo del carabinero troceado, con polvo de quicos, y por otro el meloso de cerdo ibérico. La cabeza del crustáceo se presenta aparte para su degustación "chupóptera", con muy poca cocción, lo que la hace especialmente gustosa. El conjunto, a pesar de presentar, a priori, un ensamblaje difícil, se torna válido, precisamente, por la dispersión de los elementos.

Abandonando el marisco, pasamos al pescado, consistente en lubina, cítricos, mil y una noches y pan de cominos. Muy conseguido. La salsa, más que un curry indio, como alguien apuntó, parece magrebí (¿Quizás un ras al hanut con el que el amigo Luis nos va a deleitar próximamente?). Esta segunda opción es más plausible, sobre todo por el nombre otorgado a la misma (Aunque al final resulta que la colección de las mil y una noches contiene algunos cuentos de origen indio). Magnífico tratamiento del serránido.

Por fin llegó la carne: Solomillo de retinto en dos pases. El primero de ellos en tartar con helado de mostaza acompañado de un crujiente de avellanas. Nos apuntan que lo que cubre el tartar es shichimi togarashi (mezcla de especias japonesas entre las cuales se encuentra el chile, y que se puede encontrar en el Club del Gourmet del Corte Inglés). De cualquier modo resulta sorprendente porque las distintas semillas de la mezcla aportan un sabor distinto al normal derivado de la mostaza que se suele poner en este plato. Y, además, la mostaza también se encuentra en el mismo en forma de helado.

El segundo pase es en forma de asado, con costra crujiente de hierba. Se acompaña con brécol y pipas, un puré de brécol y apionabo y un toque de mostaza. Perfecto de ejecución, pero alejado de la potencia sápida del anterior.

En la mesa una comensal sustituyó el solomillo por uno de los platos del "menú de siempre", concretamente el Cabrito asado al tomillo, patatas al tenedor y deshuesado. Perfecto de cocción, sabrosísimo en su aparente simplicidad (Nada más y nada menos) y uno de los mejores platos, quizás por eso último.

A continuación venían los postres, y el primero un prepostre de arraigo en la carta de Atrio: Binomio de torta del casar con membrillo y aceite especiado. Se acompaña con pan de pasas y orejones. Una porción de torta al natural y otra en forma de helado, y en medio un poco de membrillo con aceite de vainilla. Un homenaje a los quesos que en muchos lugares (En Francia es regla) se sirven a los postres y, obviamente, un homenaje a la propia tierra.

En segundo lugar, la piña en texturas. Un helado de piña tostada con galleta o crujiente de leche, seguido de un rollito de piña relleno de plátano, un helado de coco sobre tierra de piña y una perla de piña colada en estado líquido. Muy conseguido.

Para terminar con los postres en sí, la cereza que no es cereza. Se trata de una gelatina de cereza (el jugo destilado de la fruta) con licor, rabo de chocolate y los huesos de la cereza, que no son más que chocolate blanco y canela.

Como colofón, las golosinas habituales, en este caso pequeñas magdalenas, macarones de limón, trufas y gominolas de frambuesa. Además, unos buñuelos de crema que nos permitieron repetir. Para acompañarlas pedimos un kirsch de muy buena factura.

Siguiendo la costumbre de pedir un vino de la zona en cada restaurante de tronío, la comida fue remojada con un Mirabel del 2.010 (Vino de la Tierra de Extremadura, de una bodega propiedad del danés Anders Vinding-Diers y su esposa, primo aquel de Peter Sisseck). Estupendo vino que acompañó perfectamente toda la comida, aunque en los últimos platos apuramos un par de copas de un Carabal 2.008, D.O. Rivera del Guadiana, que, no sólo no le iba a la zaga, sino que incluso lo superaba.

Corta variedad en materia panera para un dos estrellas Michelín y tres soles Repsol, pues sólo había dos tipos, eso sí, muy correctos: El primero consistía en una torta de aceite y aceitunas negras, de exquisita textura y sabor, y otro más tradicional, uno blanco de carácter crujiente, pero más corriente.

Con la visita a la cocina y en charla con Toño Pérez, tras comentar anteriores estancias y el cambio producido, nos vino a decir que el hotel no era más que una consecuencia del restaurante, el cierre de un círculo, pero, de alguna forma, se le veía añoranza del antiguo local, quizás más amplio en cuanto a sala, pero con limitaciones importantes para el resto del negocio, y en el que tenían que repartir la bodega por pisos superiores, ya que se trataba de los bajos de un edificio de viviendas. Durante la conversación visitamos el jardín, próximo a su apertura dado el tiempo cuasi veraniego que se está disfrutando estos días en la zona, y que Toño considera una joya. Como joya es la bodega del subterráneo en la que nos enseñaron la magnífica colección, y, de entre todas, la de Chteau D'Yquem con la botella de 1.806 a la que se le rompió el gollete (La conservan rota) y debajo la botella a la que traspasaron el líquido, yendo a la propia bodega y salvando el poco vino que se perdió con bolitas de cristal. Su precio, si alguien lo paga, 300.000 euros. El resto de la bodega es de fábula. Una última percepción que tuvimos es que en Atrio tienen la conciencia de que los menús ofertados contienen suficientes elementos de la tierra, pero esa obviedad en un menú largo y con tanta variedad no tapa la falta de apego al terruño, pues que de ocho platos (Dos de ellos subdivididos), que cuatro sean de marisco y uno de pescado en una tierra totalmente interior, no representa un homenaje a tu tierra. Con independencia de ello, la velada resultó magnífica, respondiendo a las perspectivas con las que acudimos, y disfrutando de una cocina creativa en la que ningún plato nos dejó indiferente, sumamente gustosos, más allá de que algunos sabores nos fueran más o menos apreciables. De todas maneras, la posibilidad de sustituir platos individuales de un menú por los del otro salvaba el trance. No cabe arrepentimiento posible en el deleite compartido.

José María Rosso

28 de marzo de 2.015