El final de la “desescalada” (vaya palabreja) nos ha cogido en plena temporada de maduración de las flores de la higuera, y ya sabrán lo que eso significa.
La higuera, miembro de una amplia familia (moráceas), es un árbol antiquísimo, hasta el punto de que en el Génesis (3.7) se le sitúa al inicio de la creación cuando Adán y Eva, tras cometer el pecado original, cubrieron su desnudez cosiendo hojas de higuera, haciéndose “delantales” (no es mal comienzo para una crónica gastronómica).
La higuera fue una de las primeras plantas domesticadas por el hombre, más de 9.000 años antes de Cristo. De hecho, fueron los egipcios de la más remota antigüedad los que consiguieron por primera vez esquivar la intemporal necesidad de que las flores de la higuera no tuvieran que ser polinizadas por unas diminutas avispas, ya que ambas especies desarrollaron un mutualismo biológico muy curioso, de manera que cada especie de higuera era polinizada por una misma especie de avispa. Este tipo de comunidad viene durando desde hace millones de años, y casi con las mismas especies que al principio.
Fue Nabucodonosor II el que plantó el Ficus carica en los jardines colgantes de Babilonia y se extendió esa especie que es hoy (en sus múltiples variedades) de la que brotan la mayor parte de brevas e higos que comemos, y que en Roma llegó a considerarse un árbol sagrado (como en otros países, por cierto, en cuyas banderas actuales se incluye la imagen de una higuera).
Esos frutos han constituido alimento e, incluso, medicina de nuestros ancestros (su “leche”, que contiene látex, ha servido de siempre para combatir verrugas), y lo han sido desde que aprendieron a cultivar las plantas, por lo que la vida del ser humano está íntimamente unida al uso y consumo de dichos frutos, si bien habría que aclarar que, en realidad, las brevas e higos no son ciertamente unas frutas, sino la acumulación de las flores (y semillas) de la higuera (inflorescencias o infrutescencias).
Siendo la historia de este árbol interesantísima, lo que más nos atrae de él son esas brevas e higos cuyo momento de consumo se inicia con el verano y con él finaliza, al principio en forma de (usualmente) grandes y olorosas brevas y al final en forma de bastante más dulces y pequeños higos, si bien no todos los árboles se comportan de la misma manera.
Ya en su “De Re Coquinaria”Apicius recogía varias recetas con higos, y a este mismo autor se le atribuye la idea de la obtención del foie de ocas alimentadas con higos.
Desde esa remota antigüedad, se han utilizado los higos para elaborar sabrosas recetas, sobre todo de postres, debido a su dulzor, pero también formando parte de muchos tipos de ensaladas, batidos, confituras y helados, así como de las guarniciones de platos de caza o de cordero, entre otros. A pesar de cierta aversión que los andalusíes tenían por la fruta fresca, sin embargo los higos eran considerados de forma mayoritaria los reyes de las frutas, a pesar de que, obviamente, era la más calórica de ellas, pero no hay que olvidar que también aportan gran cantidad de fibra, y contienen bastante hierro, calcio, magnesio y potasio.
Por tanto, conviene insistir en su consumo, ya sea en su versión fresca o desecada, más allá de su uso como fruta de postre, pues aporta características y texturas magníficas a salsas que tanto pueden acompañar a carnes como a pescados azules.
Para este último supuesto, es sorprendente el buen acompañamiento que a una de las partes grasas del atún (morrillo, contramormo o facera, por ejemplo) hechas al horno, hace una salsa en la que participen los higos (doy fe de ello).
Un ejemplo de esa salsa base, a la que se le pueden agregar nuevos ingredientes según los gustos y la sapiencia de cada cual, puede ser el siguiente: Picar finamente un puerro, una zanahoria y un calabacín y rehogar en una sartén con dos cucharadas de buen aceite de oliva virgen extra. Cuando esté bien pochada la verdura, añadir dos o tres higos, también picados, y un pellizquito de sal, y seguir rehogando un par de minutos más. A continuación se deposita el contenido de la sartén en un colador para eliminar parte del aceite y se tritura con batidora o, si se quiere evitar que queden pequeñas semillas, con la termomix a toda potencia.
Esa simple salsa ya es un acompañamiento magnífico para el atún horneado o a la plancha.
Hagamos honor a una de las frutas más sabrosas de las que podemos disponer en verano, y cuya versatilidad es enorme. Nada mejor para acompañar el final de nuestro largo confinamiento.