ALGUNOS FALSOS MITOS DE LA COCINA DEL CÁDIZ DE LAS CORTES
Al rebujo de la celebración del Segundo Centenario de Las Cortes de Cádiz, igual que pasó con la del Primero, se ha disparado una demanda de hechos heroicos y superlativos de los que, como gaditanos de hoy, nos sentimos orgullosos. Hay dos que sí lo merecen: cómo la ciudad se defendió de la imperial imposición por la fuerza de las ideas francesas de la Revolución, aunque éstas fueran un importante avance democrático, y cómo, a pesar de esa maldita guerra de España, como la terminó calificando el mismísimo Napoleón, se supo abrazar lo que de libertad y razón tenían esas ideas. Eso, nada menos, es la Constitución de Cádiz de 1812. En la cocina también se vivió una revolución que, como la democrática, tuvo que esperar mucho tiempo para terminar de implantarse.
Lo malo, cuando nos dejamos llevar por la pasión a la hora de enjuiciar la historia, es que cometemos errores, casi siempre por exageración. Seguramente bienintencionados. Quienes aseguran que Dios creó el mundo en Cádiz en siete días, como el chiste, para quedarse a descansar para siempre aquí, lo hacen sin duda desde el amor ciego e incondicional por esta ciudad. Pero atribuir la paternidad de todas las cosas buenas a Cádiz, sin pararse a separar la verdad del disparate, termina porque el resto del mundo no nos haga caso, por graciosos, y no se crea lo mucho bueno que de verdad nació aquí. Así que, permítanme, que hoy me ponga antipático, haciendo de abogado del diablo, y no les hable de la cocina del Cádiz de las Cortes sino de lo que no fue, en absoluto, esa cocina del Cádiz de las Cortes. Y que, sin embargo, todo el mundo da por absolutamente cierto.
La vida cotidiana de aquel Cádiz la estudió espléndidamente don Ramón Solís. Cualquier estudio nuevo hecho con seriedad debe partir de su libro pero, a su vez, ir más allá de adonde él llegó. No tiene mucho sentido publicar hoy sobre la comida que se hacía en esa época para decir lo mismo que don Ramón: cuatro páginas dedicadas al Abastecimiento y otras cuatro dedicadas al comercio menor, incluyendo Cafés y Posadas. Pero que haya poca información no es excusa para inventársela. No se ha encontrado, aunque aún no pierdo la esperanza, ningún recetario explícitamente de la ciudad entonces. Así que se deben estudiar documentos en los archivos, buscar memorias de viajeros, rastrear en la literatura costumbrista, bucear en la normativa administrativa y legal, para acumular miles de pequeños datos de un puzzle que, montados en comparación con los recetarios conocidos, nos den una idea bastante exacta de lo que realmente se comía. En ese trabajo llevo cuatro años que se convertirán muy pronto en un libro sobre esa cocina del Cádiz de las Cortes. Y, para llegar a entenderla, hay que empezar a desmontar algunas exageraciones dichas, o incluso publicadas, al respecto.
Una ciudad feliz bajo los bombardeos
Vamos a situarnos. Cádiz sufrió treinta meses de asedio francés, con bombardeos continuos. Desde finales de 1810, con los cañones Villantroys, las bombas alcanzaban de lleno la ciudad y provocaron muertos. En la ciudad se implantó, desde el principio, un estado de sitio militar, con un toque de queda y restricciones de movimiento para los civiles. Con el asedio, la ciudad duplicó casi su población; hacinada, además, en el pequeño recinto del casco histórico. Enseguida se dictaron Edictos y Órdenes para que salieran de la ciudad las personas inútiles y los que no tuvieran destino o empleo. En esas condiciones, no parece muy serio presentarnos, como hacen muchos hoy, a una población feliz en permanente estado de fiesta y despreocupada de la guerra. Detrás de los tirabuzones que se hacían las gaditanas con las bombas, lo que había era miedo. También es verdad que la ciudad tenía el mismo carácter que ahora, y no dejó de pasear "con el paso embarazado", como dice un Edicto de 1810, ni de ir a los cafés y tabernas. Esa distensión hay que entenderla dentro de una guerra.
No faltó de "ná"
No es cierto tampoco que no faltara de nada. Precisamente el miedo a quedar sin suministros hizo que, al principio del asedio, estallara el pánico y la gente acumulara el pan nada más salir de las panaderías. Ese pan que, para la mayoría, era el único alimento asequible. Aunque se intentó remediar con normas y amenazas, la carencia disparó los precios. También escaseó el otro alimento básico, el agua. El asedio cortó el suministro del agua del Puerto de Santa María y hubo que adaptarse con la de los aljibes y la que vino en barco. Eso cuadruplicó su precio. Y los salarios seguían estancados casi desde principios de ese siglo XIX que tuvo poco de maravilloso.
Lo de exagerar ya se daba en la misma época. Entonces con un sentido propagandístico. Comparen, en estos dos textos, cómo veía cada bando la existencia de víveres en Cádiz. Dice el periódico oficial del bando nacional:
"Ven por sus propios ojos llegar a cada momento buques cargados de víveres, y de cuanto es necesario para satisfacer no solo las necesidades sino también la comodidad y aún el capricho de los moradores de Cádiz. Los acopios de menestras, carnes y pescados salados, y de otros artículos de fácil conservación, son tales que nos hallamos en estado de enviar a otras partes" (Gazeta de la Regencia de España e Indias, 15 mayo de 1810)
Contestada por el del bando afrancesado:
"Acaba de llegar a esta ciudad (Puerto Santa María) un soldado del regimiento de la Patria que desertó de Cádiz, y dice que la libra de carne estaba a 26 reales; que se carecía de hortaliza, de carbón, leña y aceite; que los gaditanos estaban muy descontentos y llenos de terror" (Gazeta de Madrid, 18 mayo 1810)
La verdad estaría entre unos y otros. El encarecimiento provocó, en las clases populares, una disminución del consumo de carne y el empleo de sopas sin substancia, hechas sólo con agua, mientras sí pudieron mantener el consumo de pescados. La cocina burguesa mantuvo su nivel de comodidad al poder comprar los productos que, ahora todos, entraban por mar, controlado por la Armada británica. Un ejemplo. Dirá Antonio Alcalá Galiano: "Algo molestó al principio la carestía, pero cesó pronto".
La piconera
Aunque dudo que alguien pueda creerlo, lo desmiento, por si acaso. Las piconeras, vendedoras del carbón y la leña con los que se cocinaba, nunca fueron vestidas de goyescas ni llevaban redecillas de madroños en el pelo. Quien creó esta imagen debió desconocer que el carbón mancha. Las verdaderas piconeras vendían allí, por ejemplo en el de la plazuela de la Magdalena, carbón de superior calidad por quintales y por mayor a 12 reales de vellón la arroba, precio de 1810. Pero, además, estas carbonerías, por su relación anterior con los proveedores del interior, vendían algunos comestibles, como requesón o quesos frescos y curados de cabra. Además de aceite al por menor y cal, siendo las únicas que permanecían, sin cerrar a mediodía, abiertas hasta las diez de la noche. También, solían tener sueltas y criarse allí, numerosas gallinas, de las que vendían sus huevos. Todavía hoy existe una carbonería tradicional en San Fernando, en las proximidades de la plaza de toros, que continúa con esta costumbre y vende los huevos que ponen en el mismo local sus gallinas.
Los franceses analfabetos comedores de adelfas
Hay una leyenda que cuenta cómo gran número de franceses murieron intoxicados al comer conejos asados en espetos de adelfas en el Pinar de los Franceses, que sí es verdad que se llama así porque allí acampaba el ejercito sitiador. Esa leyenda, una variante de lo listos que somos los buenos y lo tontos que son los malos, presupone que los franceses ignoraban que las adelfas son venenosas. Curiosamente, en esa compañía estaba destinado, como su oficial farmacéutico, Apollinaire Fée, que aprovechó su estancia en España para elaborar un tratado de las plantas que iba encontrándose, entre ellas la adelfa. El oficial llegó a escribir unos "Recuerdos de la guerra de España", publicada en español el año pasado, donde a manera de diario cuenta con detalle todas sus vicisitudes mientras estuvo en Chiclana, alojado por cierto en casa de su alcalde. En ningún momento habla de intoxicación alguna, a pesar de que si es frecuente que mencione su trabajo. Por si hay dudas de su capacidad, añadir que llegó a ser, en su vejez, director de la Sociedad Botánica de Francia.
La Privadilla
Alrededor de la mítica Privadilla se ha ido tejiendo toda una serie de leyendas que, básicamente, consisten en atribuirle la invención de casi todos los platos gaditanos de origen dudoso. El culpable de esta epidemia de adjudicaciones, a su pesar por supuesto, es el grazalemeño Dionisio Pérez que en Guía del Buen Comer Español, de 1929, da noticia de cómo esa tienda de montañés se fundó en 1712, celebrando su primer centenario justamente con la jura de la Constitución del Doce. En ese mismo libro da noticia de que conserva personalmente algunas recetas del "secular archivo de La Privadilla". La noticia de la existencia misma de ese archivo, naturalmente, nos dispara la imaginación a todos los aficionados y, por supuesto, su hallazgo lo recibiríamos como un auténtico tesoro. Por desgracia, nada se sabe de ese archivo y, ni siquiera, se sabe dónde están las pocas recetas que consiguió copiar el propio Dionisio Pérez. En el libro citado da completa, en una nota a pie de página, sólo una de esas recetas, una caldereta de cordero, de la que sólo dice que es "clásica, genuina y auténtica". La reproduzco aquí:
"Se toman uno o varios borregos (según el número de invitados) y se destrozan en pedazos gordos de unos diez centímetros de longitud, dejándolos durante una hora en agua y vinagre. Transcurrido este tiempo, y después de bien enjuagados en agua clara y escurridos, se procederá a guisarlos de la siguiente manera: En una caldera capaz para la cantidad que se trate, y a razón de cien gramos de aceite por cada kilo de cordero, se pone en la candela, que no ha de ser muy fuerte, agregándole unos dientes de ajo para que se frían; cuando se haya conseguido, se separan del aceite; agregando seguidamente toda la carne dispuesta y tapándolo perfectamente se deja (después de moverlo repetidamente para que cueza por igual) que tome un color algo rubio; conseguido esto se le añaden 250 gramos de cebolla picada por cada kilo y un poco de harina de trigo andaluz; se remueve todo muy bien, cuidando de que no se pegue en el fondo, y se le agrega un poco de agua caliente; cuando la carne tenga la cocción debida, se le majan los dientes de ajo que se apartaron, pimienta en grano, sal y un poco de hierbabuena, y cuando la salsa esté algo pastosa puede servirse después de probarlo de sazón"
Aunque Dionisio Pérez en ningún momento data esta receta como del tiempo de las Cortes, y no existe otra fuente que indique eso mismo, no sé por qué se le ha adjudicado esa antigüedad. Y, como tal, circula.
Pero si se estudia la receta encontramos argumentos para negarle esa edad, aunque desde luego sea muy antigua. Para empezar, y salta a primera vista, los ingredientes están dados en unidades del sistema métrico decimal, cuando en el Cádiz de las Cortes se usaban las viejas medidas de pesas de comercio de Castilla, principalmente la arroba, la libra y la onza. En España no se adoptó el metro hasta 1849, y del resto de medidas del sistema métrico, entre ellas las de peso, no se publicó la equivalencia hasta 1852. Desde entonces, se usó opcionalmente y no fue hasta 1880 cuando se estableció la obligatoriedad de su uso. Eso nos lleva a dos posibilidades: o la receta es posterior a 1852; o, siendo más antigua, se ha traducido, a partir de esa fecha, a las nuevas unidades. Ambas la descartan como receta original.
Otro hecho destacable es la edad del animal. Mientras el gastrónomo califica la caldereta como de cordero, en la receta se les llama indistintamente borregos y corderos. El consumo de corderos en el Cádiz de las Cortes era puramente testimonial, pues se consideraba un desperdicio sacrificar un animal que, con más edad, daría mucha más carne. Esta preferencia por el carnero en vez de la actual por los corderos ya la comenta el padre Labat cuando visitó Cádiz a principios del XVII. Será a partir de 1836, con la supresión definitiva de la Mesta, entre otros factores posteriores que terminaron prácticamente con la trashumancia, como la pérdida del mercado inglés de la lana española o la inadaptación de las ovejas merinas a la mecanización, cuando deja de ser rentable criar animales más mayores y empieza a valorarse, con criterios en principio económicos, el consumo de corderos, que no había que alimentar durante tanto tiempo.
En el Diccionario de Lengua Castellana de Nuñez Taboada, de 1825, se diferencia entre carnero, un término general del que no se especifica la edad del animal, del borrego que, expresamente, se dice tiene de uno a dos años. Aún antes, Antonio Ponz, en su Viaje por España, en 1781, cita los distintos nombres que en la época se daba a los carneros, según sus edades:
"a los de un año después de nacidos llaman corderos; a los de dos años borros; a los de tres años andruscos; a los de cuatro trasandruscos; a los de cinco cerrados; y a los de aquí en adelante reviejos (…) Hasta la edad de seis años se mantienen sin decadencia, así en las carnes como en las lanas".
En aquel principio del XIX era habitual que fueran al matadero los carneros de cuatro y cinco años. Así, pues, esa caldereta de borregos o corderos, de edad entre uno y dos años, debe pertenecer a años posteriores al Cádiz Constitucional, probablemente a partir de la segunda mitad del XIX, una etapa en que se ha abandonado ya el antiguo gusto por animales muy crecidos y se aprecia más, fruto ya digo del interés comercial, los animales más jóvenes.
La invención de la tortilla a la francesa
Es el gran mito falso de la cocina del Cádiz de las Cortes. Para empezar, es difícil que se inventara entonces algo que ya existía, al menos, desde la publicación de la primera edición del Arte de Cocina de Martínez Montiño, en 1611, de tan enorme éxito que tuvo dieciséis ediciones antes de 1823. Es decir, bien conocida, al menos por los que sabían leer, en el Cádiz asediado. Allí aparece como tortillas cartujas, esta elemental tortilla de huevos, sin nada más, cuajada en aceite o manteca y doblada sobre sí misma. Esta es la receta, según la edición de 1763:
"Calentar la manteca, o aceite, y cuando esté caliente vaciarlo todo, y echar los cuatro huevos bien batidos, y revolverlos con un cucharón, como la tortilla de agua; y cuando se vayan cuajando, irlos recogiendo en medio de la sartén; y luego volverla con la punta del cucharón, y ha de quedar tierna por dentro y gordita"
Hay que decir que Luis Benítez Carrasco, el que con más dignidad ha dado cuerpo a esta leyenda, ya pone a salvo su rigor investigador al anunciar en la primera línea de su famoso artículo sobre la tortilla a la francesa que "hay quien dice que esta forma de hacer las tortillas de huevos procede del monasterio de los cartujos de las Cuevas de Sevilla". Para, a continuación, dar su otra versión sobre el origen. Ahí fabula una hermosa historia literaria que mezcla hechos ciertos con eso otro, tan de moda ahora con el Bicentenario, que es la recreación histórica. Básicamente parte de dos supuestos: la abundancia de huevos y pollos en una finca de Gallineras donde la Marina los criaba para la Flota de Indias y la animadversión de las gaditanas con esos franceses que las obligaban a un alimento tan parco en comparación con la abundancia anterior. Lo que, en Benítez Carrasco es un ameno ejercicio literario de erudición, y, por lo mismo, no necesariamente creíble, ha pasado a mayores en los que han ido engordando la leyenda hasta el fundamentalismo. De tanto repetir el titular de esa invención, ya digo imposible, la mayoría la cree irrefutable. Incluso la defiende airado y ahora mismo corro el riesgo de ser quemado por hereje antigaditano si me atrevo a dudar siquiera de que alguien fuera entonces tan osado de homenajear a los franceses, -por cierto, algo penado con la horca y ya luego, en el Cádiz Constitucional con el garrote vil-, poniéndoles su nombre a un plato. Por muy parco que fuera. Y si, como se dice, tenía un sentido peyorativo es muy extraño que no figure esa tortilla de los miserables franceses en ninguno de los miles de folletos propagandísticos que circulaban por las dos Españas. Tan efectivos como para hacernos creer, todavía hoy, que el abstemio José Napoleón era el borracho Pepe Botella.
Pero, por si no basta con encontrarnos ya entonces con la receta ya en uso, voy a dar más argumentos para que se olviden de esa patraña.
Difícilmente podrían socorrer los ejércitos a la población civil, ni en huevos ni en nada, si ellos mismos estaban, al empezar el asedio, en la completa miseria. Es suficientemente conocida la Representación del Duque de Alburquerque al Consejo de Regencia sobre las carencias de alimentos de las tropas aliadas, el 16 de marzo de 1810: "Hoy nada se ha dado a la caballería, y para mañana no hay un celemín de trigo ni cebada (…) acudí en ocho siguiente a la Junta Superior de Cádiz, manifestándola que ya no se daba carne fresca a las tropas aliadas, que el repuesto de los demás artículos que se las suministra iba caminando a su fin sin que yo viese medios de reponerlo". De hecho, apenas quince días más tarde, el 31 de marzo, la Junta de Cádiz se hizo cargo de suministrarles víveres de subsistencia a la Marina y al Ejército. No al revés.
Es probable que en un lejano pasado existiera una granja de Marina en Gallineras, pero ya había cambiado el modo de suministro de víveres. En las Ordenanzas e Instrucciones Generales de Marina, de 1725, se hace una minuciosa descripción de los géneros a reconocer antes de proceder a su compra para embarcarlos. Entre ellos, hay procedimientos para verificar la calidad y salubridad de gallinas y huevos. Difícilmente se podría dedicar la Marina a la crianza de gallinas cuando todos los demás víveres, a excepción del pan que se cocía en hornos militares, se compraban a proveedores. Y existe, como digo, un procedimiento para esa compra. Otra cosa es que, provisionalmente, mientras se preparaban los embarques, hubiera gallineros donde mantenerlas pues, no se olvide, todos los animales se debían entrar en los barcos vivos para su mejor conservación.
Y es más sorprendente esa versión aún más exagerada que asegura que la invención fue un recurso ante la falta de patatas. Se creó la tortilla simple de huevos porque no se pudo hacer con patatas. Es tanto como decir que en cocina primero se inventa lo complejo y después se nos ocurre lo más sencillo. Por supuesto, esta afirmación no conoce la realidad del consumo en Cádiz en esa época. En un "Estado de los frutos de toda la Provincia de Sevilla", un vasto territorio que también incluía entonces a las actuales provincias de Cádiz y Huelva, justo en el principio del siglo XIX, se producían en un año apenas 29.000 kilos de papas. Sólo siete mil kilos más que la producción de altramuces, como hoy un pasatiempo. Y, comparado con otros productos muy marginales en la alimentación, se producían cuatro veces más de pasas y casi cinco más de higos o, ya comparada con un producto importante, el casi millón de kilos de garbanzos recogidos en la provincia eran más de 34 veces la cosecha de papas. Esos datos sitúan en su verdadera importancia el consumo de papas, que se compartía además con los animales. No parece que su carencia, que no fue tal sino muy al contrario, fuera a suponer ningún trastorno para la elaboración de esas tortillas de patatas que aparecen documentadas, en la península, por primera vez en un Memorial navarro a las Cortes de 1817, otra vez bajo el absolutismo.
Tampoco figura en ningún recetario cercano a esas fechas. La primera referencia que he encontrado de tortilla a la francesa, con ese nombre, es en el Libro de Familias, del bien alejado 1881, una tortilla con setas. Y tan simple como la conocemos hoy en otro más reciente aún, La cocina de la madre de familia, de 1920.
Así que sin comestibles militares para repartir, sin extensos gallineros de Marina, sin que faltaran patatas para hacer supuestamente una tortilla, sin una sola referencia propagandística a la tortilla a la francesa, sin que aparezca tampoco en ninguno de los muchos recetarios que empezaron a publicarse a partir de entonces, tenemos que creernos que surgió aquí, sólo porque al otro lado del asedio había franceses. En eso se queda la leyenda. Yo espero que, en adelante, alguien muestre algún documento para defender su postura.
De eso se trata. Vamos a investigar y dar a conocer nuestras raíces con respeto. Durante el asedio francés a Cádiz se empezó a abandonar la cocina subsidiada y estanca del Antiguo Régimen y nacían, aquí, otros modelos de abastecimiento que extenderían la cocina burguesa. No supuso, en sí, el final de la cocina de subsistencia porque todavía fuimos un país pobre durante más de ciento cincuenta años. Pero algo importante cambió. Con el conocimiento de las ideas de libertad, también creció el interés por la cocina de ese país que fue nuestro enemigo. En pocos años empezaron a traducirse los libros de cocina franceses y se abrió camino, es verdad que sólo para unos pocos, a ese disfrute de la cocina desde su conocimiento. Al prestigio social de comer bien, que ya existía, se le sumó el placer de hablar y de pensar gozosamente de lo que nos alimenta. Ese largo camino, que nos lleva hasta este mismo Taller de Cocina Tradicional, hasta esta misma semana disfrutando de la fiesta de la cocina, empezó entonces. Quería decirles que también se pueden escribir hermosas historias con la verdad.
Manuel J. Ruiz Torres